LA ENSEÑANZA DE LA ESCRITURA SOBRE LA UNIDAD


No es difícil argumentar en favor de la unidad del matrimonio desde la Sagrada Escritura. Es una propiedad afirmada claramente ya desde «los orígenes».

A la vez, sin embargo, la Escritura muestra también con claridad que esa propiedad no fue observada con fidelidad por el pueblo elegido, y se da a entender que la poligamia y, en consecuencia, la ruptura de la unidad fue permitida por el mismo Dios.

De uno y otro punto se trata a continuación. Entonces ¿cuál es el sentido de las afirmaciones de la Escritura?

a) Un solo hombre y una sola mujer

Para la enseñanza de la Escritura sobre la unidad del matrimonio son especialmente relevantes los relatos de los orígenes sobre la creación del hombre y los textos de los profetas sobre el simbolismo de la alianza matrimonial, tal como vimos en su momento.

Ya en el Nuevo Testamento los textos más interesantes se encuentran en los evangelios y las cartas paulinas.

-Los relatos de la creación (Gen 2, 24). El sentido del relato de la creación (Gen 2, 18-24) no ofrece dudas: por el matrimonio el hombre y la mujer se hacen «una sola carne» (Gen 2, 24), «de manera que ya no son dos» (Mt 19, 6), sino «una unidad de dos» en lo conyugal.

La interpretación que hace el Señor del texto de Génesis habla inequívocamente de la exclusividad de la unión conyugal desde «el principio», como se verá a continuación. E indudablemente contiene una clara referencia ética: la unión conyugal debe ser así: entre un solo hombre y una sola mujer.

-Los Evangelios (Mc 10, 11).

«Se acercaron unos fariseos que, para ponerlo a prueba, le preguntaron: "¿Puede el marido repudiar a la mujer?" Él les respondió: "Qué os prescribió Moisés?" Ellos le respondieron: "Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla". Jesús les dijo: "Teniendo en cuenta la dureza de vuestra cabeza escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre". Y ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: "Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio"».

El texto citado está incluido en Mc 10, 2-12. Formal y directamente se refiere a la indisolubilidad; pero a la vez, aunque sólo implícitamente, trata también, de manera inequívoca, de la unidad: lo que es indisoluble es la unidad en la carne («se harán una sola carne»), es decir, la comunión conyugal en su unidad indivisible.

En la condena del divorcio se afirma, por eso mismo, la unidad del matrimonio. (Cabe decir lo mismo de los demás textos de los Evangelios sobre la indisolubilidad).

Al problema presentado por los fariseos sobre la interpretación que debía darse a Dt 24, 1-4 (la permisión del divorcio dado por Moisés), el Señor responde proclamando de nuevo el plan inicial de Dios sobre el matrimonio.

Con relación a la unidad del matrimonio las enseñanzas principales son:
a) el plan de Dios para el matrimonio es que éste sea uno, es decir, que se celebre entre un solo hombre y una sola mujer;
b) el precepto de Moisés permitiendo el acta de repudio se debió a la «dureza del corazón» («dureza de vuestra cabeza») de los hombres: a las dificultades del ser humano para comprender el plan divino originario;
c) lo que sigue vigente -Cristo está hablando al hombre «histórico, es decir, los que le escuchan y los hombres de todos los tiempos- es aquel plan divino originario sobre la unidad del matrimonio. (El precepto de Moisés ha quedado abolido). Por eso los hombres no pueden hacer que el matrimonio sea de otra manera.

Como consecuencia el Señor afirma que comete adulterio el marido que repudia a su mujer y se casa con otra; y también la mujer que repudia a su marido y se casa con otro. El acta de repudio no hace desaparecer el vínculo matrimonial, y mientras éste permanece, no puede contraerse otro matrimonio. La nueva unión que se intentara, además de ilícita, sería inválida, es decir, nula.

-Los escritos paulinos.

Los lugares en que San Pablo trata expresamente de la unidad del matrimonio son Ef 5, 1; I Cor 7 y Rm 7. Sin duda se trata de una continuación de la enseñanza del Señor sobre esto, pero lo que ahora interesa es Rm 7 y I Cor 7.

El texto de Rm 7, 2-3: «Así la mujer casada está ligada por la ley a su marido mientras éste vive; mas una vez muerto el marido, se ve libre de la ley del marido. Por eso mientras vive el marido, será llamada adúltera si se une a otro hombre; pero si muere el marido, queda libre de la ley, de forma que no es adúltera si se casa con otro».

El texto de I Co 7, 2. 10-11: «…tener cada hombre su mujer, y cada mujer su marido (...). En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no despida a su mujer».

Los textos de una y otra carta se completan. Contestando a las cuestiones concretas sobre el matrimonio y la virginidad planteadas por los destinatarios de la carta, I Cor proclama la enseñanza de Rm no sólo en relación con la mujer; la afirma también respecto del marido.

Se contemplan además varias posibilidades: a) separación de la mujer y, con acta de repudio, unión con otro hombre; b) separación del marido y, con acta de repudio, unión con otra mujer; y c) separación de uno y otro, sin otra nueva unión.

La enseñanza clara de San Pablo es que, en todas esas hipótesis, ni la mujer ni el marido pueden casarse otra vez. Si ha habido separación, la única posibilidad que cabe es la de reconciliarse o permanecer separados. El motivo es que el matrimonio es uno y esa unidad hace imposible otro matrimonio, mientras viva la otra parte.

b) La «permisión» de la poligamia en el Antiguo Testamento

Los textos referidos muestran claramente cómo la unidad es propiedad del matrimonio desde «el principio».

Sin embargo, esta propiedad no fue observada con fidelidad por el pueblo elegido. La poligamia practicada por los pueblos vecinos a Israel es admitida también en Israel, hasta el punto de que se llega a ver como algo normal en la época de los Patriarcas.

De Abrahán se dice que tuvo esposa y concubina (Gen 16, 1-4); Esaú se casó con tres mujeres (Gen 28, 9); Jacob lo hizo con dos hermanas y tuvo dos concubinas (Gen 29, 15-28; 30, 1-13).

Y se extiende sin límites en tiempo de los Jueces y los Reyes.

Como se ve por los textos citados, junto a la poligamia se dan también otras formas de ruptura de la unidad. La bigamia (unión de un solo hombre con dos mujeres) parece ser que fue la más frecuente, según se desprende de la legislación mosaica. Así, por ejemplo, se lee: «si un hombre tiene dos mujeres el día que reparta la herencia entre sus hijos» no deberá perjudicar al hijo primogénito que proceda de la mujer no favorita (cf. Dt 21, 15-17); y también, que no se tomaran juntamente a dos hermanas como esposas (cf. Lv 18, 18).

El concubinato (unión de un solo hombre con varias mujeres, de las que solamente una era considerada como la esposa verdadera), era una forma mitigada de poligamia. Y en muchos casos se daba juntamente con la poligamia (cf. los casos de Jacob, David, Salomón y Roboán citados antes).

Es indudable que fueron varias las razones de la existencia de la poligamia en Israel. Junto a otras, se suelen apuntar razones de orden político (v.g., aumentar el poder formando alianzas con otros pueblos gracias a los casamientos), religioso (tener muchos hijos se consideraba como una bendición de Dios: Gen 16, 1; 1 S 2, 5; Sal 113, 9, etc.).

Pero el verdadero motivo se debe poner en el pecado. La Escritura no deja lugar a dudas: el pecado ha introducido en las relaciones hombre-mujer un desorden -una «dureza del corazón» (Mt 19, 8)- que ha sido la causa de la adulteración que ha sufrido la doctrina de «el principio» sobre la unidad del matrimonio.

En el pecado está la causa de la poligamia. «Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer (...). Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer».

El descenso de la poligamia comienza a imponerse cada vez más a partir del exilio (538 a.C.), y se explica sobre todo por:

a) las recriminaciones de los profetas que, aunque no critican la poligamia de una manera explícita comienzan a predicar contra las traiciones a la esposa de la juventud;
b) la alabanza que los libros sapienciales hacen del amor que el marido tiene a la única mujer. De tal manera que, aunque la fidelidad de que se habla no llega aún a la indisolubilidad, el ideal es ya el matrimonio monógamo. El testimonio más expresivo es el del Cantar de los Cantares;
c) la consideración de la alianza de Dios con su pueblo bajo la imagen del amor conyugal exclusivo y fiel.

El problema, sin embargo, contra la unidad del matrimonio (también contra la indisolubilidad) no se plantea por el hecho de la existencia de la poligamia en el pueblo elegido, sino porque la Escritura da a entender la permisión de esa poligamia por parte de Dios.

¿El Señor habría dado una dispensa de la disposición del «principio» y habría concedido una autorización para practicar la poligamia? Los autores no coinciden en la respuesta a esta dificultad. No faltan quienes interpretan los textos legislativos del A.T. sobre la poligamia como una verdadera autorización por parte de Dios, por lo menos para algunos casos. Dios, por graves razones, v.g., para repoblar la tierra después del diluvio, habría suspendido la aplicación de una ley sobre el matrimonio dada por Él al principio; no se trataría de una dispensa en sentido estricto.

Igual, no está demás leer el texto de Dt 24, 1-4: «Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, pero luego la mujer no encuentra gracia a sus ojos por haber hallado en ella alguna cosa oprobiosa, y le escribe un libelo -escrito- de repudio, lo entrega en su mano y la despide de su casa, y saliendo de allí, se marcha y viene a pertenecer a otro hombre, y la aborrece también este otro, le escribe libelo de repudio, se lo entrega en mano y la despide de su casa -o muere el segundo hombre que la tomó por mujer-, el primer marido que la despidió no podrá volver a tomarla por esposa después de que ésta quedó impura. Porque eso sería abominación ante el Señor, y tú no debes hacer pecar la tierra que el Señor, tu Dios, te da en herencia».

No veo que se apruebe la poligamia con este texto…, referencia de la permisión del divorcio dado por Moisés.

La respuesta más común, sin embargo, es que en la interpretación de estos textos hay que tener en cuenta la condescendencia divina (synkatábasis).

La existencia del divorcio sería una forma de disminuir los crímenes domésticos a que los inclinaba la dureza del corazón. Dios se dirige a su pueblo, acomodándose a la situación de este pueblo, a fin de educar y llevar como por un plano inclinado hasta Él. Como dice San Pablo, la economía de la Ley Antigua es el tiempo de la paciencia de Dios (Rm 3, 25) y la época de la minoría de edad (Ga 3, 24).

La «condescendencia divina» no significa la aprobación de la poligamia, sino su tolerancia.

En el blog del profesor español Carlos Pérez Vaquero, que trata sobre el tema de forma resumida -vale la pena leerlo-, no se menciona el derecho al divorcio que tiene el hombre después de haber extendido el libelo de repudio de marras.

Para ilustrar, libelo significa “escrito breve”, y viene de liber, o libro. Un pequeño libro o escrito. Lo que mandaba el Deuteronomio es que el repudio se haga por escrito y se ponga en la mano de la mujer repudiada.


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