CONSORCIO PARA TODA LA VIDA


No es frecuente abordar el tema de la definición del matrimonio, tal como corren los tiempos. Pretender definirlo es delimitarlo, y, entre otras cosas, no puedo llamar matrimonio a algo que no lo es. Por eso, parece que es mejor no definir, así le llamo matrimonio a cualquier otra realidad. La que sea.
La segunda advertencia, si se puede hablar así, es que hay que considerar al matrimonio desde dos ángulos distintos: la celebración del matrimonio, o la comunidad conyugal, que nace de la celebración. Para ponernos de acuerdo, nos referimos ahora a este segundo aspecto: el consorcio de toda la vida.
La tradición acogió con facilidad las definiciones propias del Derecho Romano. Así, la más frecuente aparece con el emperador Justiniano: “Nupcias o matrimonio es la unión del varón y de la mujer, que contiene la comunidad indivisible de vida”.
Se usó también, pero con menos frecuencia, una definición anterior (Modestino): “Las nupcias son la unión del varón y de la mujer, consorcio de toda la vida, comunión en el derecho divino y en el humano”. Puede decirse que esta segunda definición era usada a modo de interpretación de la primera.
Fue Pedro Lombardo (+1160) quien proporcionó una definición que sería, a la postre, la seguida comunmente: “Las nupcias o el matrimonio son la unión marital de varón y mujer, entre personas legítimas, que retiene una comunidad indivisible de vida”.
El término “marital” sirve para subrayar el fin de la generación de los hijos; la expresión entre “legítimas personas”, para distinguir claramente entre matrimonio y la simple convivencia de hecho entre varón y mujer; y, finalmente, subraya de modo inequívoco la indisolubilidad.
El Magisterio de la Iglesia no se ha pronunciado en cuanto a la definición de matrimonio. El Concilio Vaticano II habla del matrimonio como de “la íntima comunidad conyugal de vida y amor que se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable”[1].
Sobre este texto se ha referido Juan Pablo II, cuando, al hablar de la plena donación que supone el matrimonio, añade: “es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado”[2].
No faltaron, por lo demás, temas polémicos, al aparecer cuestiones tales como la relevancia del amor conyugal; la consideración y jerarquización de los fines; la noción esencial del matrimonio como «comunidad de amor», «comunidad total de vida», y otros similares.
Bastará subrayar ahora, que éstas y parecidas expresiones («comunidad de amor», «comunidad de vida», etc.) son aplicables, sin duda, al matrimonio; incluso sirven para describirlo, pero no lo definen esencialmente, es decir, no manifiestan su ser formal.
En base de los textos bíblicos del Génesis se señala que el marido y la mujer [...] por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne, por eso toda definición esencial del matrimonio debe partir de esta realidad.
Finalmente, el Código de Derecho Canónico abre el capítulo sobre el matrimonio con un texto en el que se describe el matrimonio como «un consorcio de toda la vida» entre el varón y la mujer.
En realidad, como dijimos, no es una definición. No es misión de los textos legales definir, sino señalar los derechos y obligaciones que corresponden a cada uno; establecer los procedimientos adecuados para la tutela de esos derechos; y otras cuestiones de esta naturaleza.
Quizá convenga hacer notar aquí nuevamente que, en esta descripción del matrimonio, se emplea la palabra “consorcio”: un término que goza de muy amplia tradición.
El Catecismo de la Iglesia copia textualmente el Código en lo que, decía, podría ser una definición…



[1] GS 48.
[2] FC 11.

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