EL PAPEL DEL AMOR EN EL MATRIMONIO


La institución matrimonial sirve al bien y realización personal de los cónyuges, como es comprensible, pero en la medida que es cauce de la mutua y sincera donación de sí mismos, es decir, el amor conyugal.
En los últimos años se ha discutido mucho sobre si ésta era la esencia del matrimonio. Aunque el amor -dice la Iglesia- no lo es todo en el matrimonio, sí es su elemento más decisivo: ha de ocupar el «centro» del matrimonio y de la vida matrimonial[1].
En efecto, no es un tema menor y hasta algunos creen que un matrimonio podría ser nulo por falta de amor... En realidad, no es tan así, no es causal de nulidad, pero la gente igual dice “ahí no hubo matrimonio porque él o ella, nunca l@ quiso”.
Entonces… ¿cuál es el papel del amor en el matrimonio? Bueno, al menos el amor lleva al hombre y a la mujer a unirse; una vez casados, es la manera adecuada de relacionarse entre sí. Más aún, el matrimonio es la institución del amor conyugal; no puede realizarse sin amor.
Sin embargo, el amor no es el matrimonio: es lo que hace el matrimonio, pero son cosas distintas. Una es el amor y la otra el matrimonio. Si se dice que el amor conyugal pertenece a la esencia del matrimonio debe entenderse como en su principio -lo que le dio origen-, y como una exigencia y un deber para el futuro.

Alianza y comunidad conyugal.

Con la palabra «matrimonio», en el lenguaje corriente, se designa indistintamente la celebración y también el estado o situación de los casados, producto de la celebración. Aunque estrechamente relacionadas, las dos son realidades diferentes.
La celebración del matrimonio es un acto transeúnte, tiene lugar en un momento determinado, que pasa y deja de existir: causa del matrimonio. El estado o situación de casados es permanente, continúa una vez concluida la celebración y se establece para toda la vida.
A lo largo de los siglos han sido varios los términos empleados para designar a uno y otro. La Iglesia ha preferido designar el de «alianza» o «pacto», para hablar del matrimonio en el primer sentido; y comunidad conyugal, cuando se refiere a la segunda acepción.
Por la alianza conyugal se establece entre el hombre y la mujer una unión o comunidad conyugal por la que ya «no son dos sino una sola carne». A partir de entonces el hombre y la mujer, permaneciendo cada uno de ellos como personas singulares y distintas, forman una comunidad de vida y amor, como veremos.

Como esposo, el varón pasa a «pertenecer» a la mujer y, viceversa, como esposa, la mujer al marido. Él es él, y al mismo tiempo es el cónyuge de… Hubo un cambio, en el modo de ser de cada uno de ellos. Son una comunidad y, al mismo tiempo, en la unidad, el uno es del otro.
La «unidad de dos» o comunidad conyugal no es un vínculo visible, sino moral, social, jurídico, pero de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, «la voluntad de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son»[2].
A ellos, de afuera, se los ve separados, independientes, pero hay que hacer el esfuerzo de verlos también en su calidad de cónyuges, en su unidad. Y ellos mismos tienen que verse como cónyuges, como unidad; esto último es lo más importante.
En consecuencia, no se reduce a una simple relación de convivencia o cohabitación. Antes se decía “contrato de techo, cama y mesa”.

La comunidad conyugal se instaura por la decisión libre de los contrayentes, pero es posible porque con anterioridad existe una inclinación a la mutua unión y complementariedad, inscrita en la humanidad.
El amor lleva al hombre y a la mujer a constituir esa íntima comunidad. Pero no debe identificarse el amor ni con la alianza o consentimiento ni con el amor conyugal. Ciertamente el consentimiento debe ser fruto del amor; una entrega y aceptación semejante sólo es conforme con la dignidad personal si se hace por amor. La condición personal de los que se casan y el «objeto», que se entregan y reciben al casarse, «exige» que el consentimiento matrimonial esté motivado por el amor.
Sin embargo, no pueden identificarse amor y consentimiento, ya que puede darse un verdadero y válido consentimiento capaz de dar lugar a un verdadero matrimonio, sin que esa entrega sea fruto del amor. Podría llegar a darse; no nos debe extrañar.
Si el matrimonio es una «unidad de dos» en lo conyugal, debe configurarse como comunidad de vida y amor. Es una exigencia que «brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial»[3].
El amor debe ser el principio y la fuerza de la comunidad y comunión conyugal. Porque se han unido conyugalmente, porque han instaurado una comunidad que debe ser de vida y amor.
Por tanto, una cosa es la «alianza» (consentimiento matrimonial); otra es la «comunidad conyugal» (vínculo) y otra es la «comunidad de vida y amor», es decir, el hecho y el deber de amarse como casados.
De los contrayentes depende casarse o no hacerlo; pero, una vez que se han casado, ha surgido entre ellos la comunidad conyugal; desde entonces el único poder de que disponen es amarse como esposos. Si no vivieran su existencia de esa manera, su matrimonio no dejaría de existir, seguirían estando casados porque subsiste el vínculo, pero no estarían viviendo de acuerdo con su condición de casados, o de personas casadas.
Con la expresión “comunidad de vida y amor” se significa el deber ser del matrimonio: es decir, cómo los esposos han de realizar existencialmente su matrimonio a fin de que sea coherente con la naturaleza de la comunidad conyugal que han constituido con la alianza.
-Una de las características del amor conyugal es que ha de ser comprometido, es decir, debe abarcar la entera existencia conyugal. Se deben amor porque, por el matrimonio, han venido a ser, el uno para el otro, verdadera parte de sí mismo. «El que ama a su mujer se ama a sí mismo». Y esa unidad perdura «hasta que la muerte los separe».
La comunidad entre los esposos surgida de la alianza matrimonial abre a los esposos a una perenne comunión de amor y de vida, que ha de traducirse en una forma de relación según la cual cada uno debe ser valorado por sí mismo.
En el matrimonio se da esa afirmación del otro, cuando la relación hombre mujer es expresión de amor (tan sólo entonces a la otra parte se la valora por lo que es) y adopta, además, la modalidad conyugal (esa forma de amor típicamente humana basada en la diferenciación y complementariedad sexual).
-Por eso el matrimonio debe ser también una comunidad de vida: es decir, ha de dar lugar a un modo de existir en el que los esposos compartan todo lo que son y pueden llegar a ser; y debe ser el espacio adecuado para la transmisión de la vida humana, ya que, por una parte, la dimensión procreadora es inmanente a la relación hombre-mujer a través de la sexualidad y, por otra, el hijo, como persona humana, exige ser afirmado por sí mismo en el comienzo del existir.
El amor conyugal ha de estar abierto a la transmisión de la vida. Y en este sentido, la palabra vida, en la expresión «comunidad de vida y amor», viene a subrayar una de las dimensiones del amor conyugal, en el existir de la comunidad del matrimonio: la apertura a la fecundidad.
Esa comunión de amor y de vida se completa plenamente y de manera específica al engendrar los hijos: la “comunión” de los cónyuges da origen a la “comunidad” familiar.
La lógica conyugal conduce a señalar que uno de los criterios de autenticidad, imprescindible en la realización del matrimonio como comunidad de vida y amor, es la apertura a la transmisión de la vida.
«Ahora bien -escribe Juan Pablo II-, la lógica de la entrega total del uno al otro implica la potencial apertura a la procreación (...). Ciertamente, la entrega recíproca del hombre y la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de los hijos, sino que es, en sí misma, mutua comunión de amor y de vida. Pero siempre debe garantizarse la última verdad de tal entrega»[4].


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¿Preguntas o comentarios?... los leo y respondo.



[1] GS 49.
[2] FC 19.
[3] FC 17.
[4] GrS, 12.

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