EL PECADO ORIGINAL EN LA RELACIÓN HOMBRE-MUJER.

El primer libro de la Biblia, el Génesis, trae, por un lado, los datos suficientes para ver la “bondad del matrimonio”, en la relación hombre-mujer en el Paraíso. También, hay que decirlo, las explicaciones o los motivos de las alteraciones y el desorden que experimentaron ellos después del pecado.

Estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro (…); entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores. (...) A la mujer le dijo: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos. Con trabajo parirás tus hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará.

Estos versículos reproducen de manera figurada el drama original cuyas consecuencias van a decidir la condición del hombre hasta el día de hoy.

La «inocencia originaria».


El estado de «armonía» que describe el texto del Genesis que acabamos de ver, se manifestaba en el interior de la persona y en las relaciones hombre-mujer: Se realizaba ante todo dentro del hombre, como dominio de sí. El hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser[1]. Lo que llamamos integridad.

El hombre y la mujer, libres de la coacción del propio cuerpo y del sexo, gozaban de su recíproca humanidad y podían convertirse en don el uno para el otro: se podían afirmar recíprocamente tal como habían sido queridos por Dios.

El hombre y la mujer percibían su propia humanidad no identificada con el mundo de los demás seres vivientes; y la percibían también como el vehículo para «esa especial plenitud de comunicación interpersonal -amor-, gracias a la cual varón y mujer estaban desnudos sin avergonzarse de ello»[2].

La teología y el Magisterio de la Iglesia se han referido a esta situación de armonía en «el principio» con la expresión «estado de inocencia» o de «justicia original».

«La Iglesia (…) enseña que nuestros primeros padres Adán y Eva fueron constituidos en un estado de "santidad y de justicia original"»[3].

El desorden en la sexualidad.


Pero el texto señala también que, a diferencia de la armonía de «el principio», comienza a existir entre el hombre y la mujer una situación nueva, «se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos».

Experimentan que se ha quebrado el orden y la armonía en su masculinidad y feminidad (sienten la necesidad de cubrirse con «unos ceñidores») que afecta a cada uno de ellos y a su relación con el otro, por la que se convierten en «don recíproco» («hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará»).

«Se avergüenzan» y tienen la necesidad de esconderse ante los demás, porque consideran la sexualidad de modo diferente a como es revelada en el designio de Dios; y porque la relación inscrita en la sexualidad ha dejado de ser de «donación» para pasar a ser de «apropiación».

El texto, a la vez, hace ver que el desorden y dificultad que el hombre y la mujer tienen, para comprenderse a sí mismos y a su sexualidad, se deben al pecado original («tomó de su fruto y comió... entonces se les abrieron los ojos»).

Por el pecado de «los orígenes», «la armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades del alma sobre el cuerpo se quiebra; la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tentaciones; sus relaciones estarán marcadas por el dominio»[4].

«Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer»[5].

«Por tanto -comenta Juan Pablo II- cuando leemos en la descripción bíblica las palabras dirigidas a la mujer: "Hacia tu marido irá apetencia y él te dominará", descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente en relación a esta "unidad de los dos" que corresponde a la dignidad de la imagen y semejanza de Dios en ambos (…) Este "dominio" indica la alteración y pérdida de la estabilidad de aquella igualdad fundamental que en la "unidad de los dos; poseen el hombre y la mujer; y esto sobre todo en desventaja para la mujer, mientras que sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas, puede dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica communio personarum»[6].

El hombre comienza a imponerse sobre la mujer y empieza la interioridad sociocultural de las mujeres. Para la Escritura también aquí, en el pecado de los orígenes, hay que poner la explicación última de las formas depravadas de sexualidad: adulterio, fornicación, etc... San Pablo habla del pecado como causa de la tensión que el hombre experimenta en sí mismo: vivir «según la carne» o «según el espíritu».

En este contexto el pudor («se dieron cuenta de que estaban desnudos... se hicieron ceñidores»), que deriva de la intencionalidad torcida con que el hombre y la mujer ven su sexualidad después del pecado, pasa a ser un medio establecido por Dios para conservar la dignidad del cuerpo.

[1] Catecismo, 377.
[2] Juan Pablo II, Alocución, 19-XII-1979, 4.
[3] Catecismo 375.
[4] Catecismo 400.
[5] Catecismo 1607.
[6] MD 10.

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