EL MATRIMONIO VERDADERO SACRAMENTO


Da la impresión que de este tema ya habíamos hablado. En parte, es cierto: institución del matrimonio por parte de Jesucristo, sacramentalidad del matrimonio. Lo que hoy vemos es un poco distinto. Vamos a ver cuándo la Iglesia definió que todo matrimonio entre bautizados es sacramento. De esto se trata ahora.

Primero, una referencia al matrimonio de Adán y Eva. Los Santos Padres y la tradición se refieren con frecuencia a ese matrimonio también llamado de «los orígenes», designándolo como sacramento de la creación. 
Como “sacramento” -así, entre comillas- existió con anterioridad a la venida de Cristo, pero no es estrictamente un sacramento como los siete instituidos por Cristo.



¿De qué se trataba ese “sacramento”? El matrimonio de los orígenes tenía una singularidad ya que mediante esa unión el hombre se santificaba y, conforme al creced y multiplicaos, poblaría la tierra y el cielo de hijos de Dios. Es decir, el matrimonio era un instrumento de santificación; es una idea muy sugerente. De ahí que se le atribuyera cierta sacramentalidad.
Con la Redención, el matrimonio fue elevado al orden de sacramento. Esta doctrina pertenece a la fe de la Iglesia.
Sobre la base de la Escritura y la Tradición, el Concilio de Trento del s. XVI, definió solemnemente que: «si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Ley del Evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema».
Ese Concilio además dice expresamente que esta doctrina, que se insinúa en la Escritura, se apoya sobre todo en la «tradición de la Iglesia Universal».
Aunque los reformadores de la Reforma protestante valoraban el matrimonio y sostenían que era, por voluntad divina, el estado de vida más digno para los cristianos, defendían a la vez una concepción negativa de la unión conyugal. Una cosa no contradice la otra -decían-, porque sea más digno, no significa que no contenga aspectos negativos.
Apoyándose en las tesis luteranas del pecado original y de la naturaleza esencialmente corrompida por el pecado, concluían que el matrimonio no es un sacramento. Es tan sólo un asunto exclusivamente profano.
Para salir al paso de estos errores, el Concilio Trento dedicó una de sus sesiones a tratar del matrimonio y definirlo como sacramento, tal como vimos recién.
De la definición de Trento interesan para la sacramentalidad, dos cosas: un canon y la doctrina o preámbulo que precede a los cánones. 
El canon contiene el dogma, y el preámbulo explica el sentido que debe darse a ese dogma de la sacramentalidad.
Ciertamente hay que advertir un par de temas:  
a) El canon y el preámbulo siguen caminos diversos. El canon dice, en primer lugar, que el matrimonio es sacramento, y después que, como consecuencia, causa la gracia santificante. 
El preámbulo, en cambio, procede a la inversa: habla primero de las propiedades del matrimonio, la unidad e indisolubilidad; después afirma que para vivirlas es necesaria la gracia; y, por último, como consecuencia, que el matrimonio es sacramento que confiere esa gracia.
b) Cuanto se afirma la sacramentalidad del matrimonio ha de ser entendido en el marco de los sacramentos en general. 
Lo que se dice, en definitiva, puede resumirse de este modo: el matrimonio es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Cristo; estos sacramentos contienen la gracia y la confieren a quienes los reciben con las debidas disposiciones.
Como sacramento, el matrimonio es una acción de Cristo, que significa y causa la gracia, es decir, la produce, de manera tal que los que se casan son santificados real y verdaderamente.
Como dice el Catecismo de la Iglesia, es una actualización real y verdadera de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. Es un signo eficaz de la presencia de Cristo que comunica la gracia.
Desde Trento, el Magisterio de la Iglesia ha proclamado el dogma de la sacramentalidad del matrimonio en los contextos más variados. No son pocos los documentos de la Iglesia, pero muy significativos los dos documentos de Juan Pablo II: la Ex. Ap. Familiaris consortio (1981) y la Carta a las familias Gratissimam sane (1994) -también llamada carta a la familia-.
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A finales del siglo XVIII, del 1700, el Papa Pío VI y, después sus sucesores, reproducen la enseñanza de Trento, pero el contexto -aunque diferente- tiene bastantes similitudes con el que tiene delante la Iglesia en el siglo XVI.
En esa época no se defiende que el matrimonio sea una cuestión meramente profana, pero, estableciendo una distinción entre matrimonio y sacramento se proclama que el matrimonio es de la competencia exclusiva del poder civil. 
Este es el contexto en el que, para salir al paso de las legislaciones de los estados impulsores del matrimonio civil, los Papas proclaman una y otra vez la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento en el caso de los bautizados. Y el argumento que se emplea es casi siempre el mismo: así lo reclama la índole sacramental de su matrimonio afirmada como doctrina de fe en el Concilio de Trento.
La Encíclica Casti connubii de 1930 repite que «Cristo nuestro Señor "fundador y perfeccionador de los sacramentos", elevando el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, lo hizo realmente signo y fuente de aquella peculiar gracia interior, por la cual "aquel su amor natural se perfeccionara y se confirmara su indisolubilidad, y los cónyuges se santificaran"».
A partir del Concilio Vaticano II el Magisterio de la Iglesia, al tratar del sacramento del matrimonio, insiste sobre todo en uno de los aspectos «desatendidos en el curso de los siglos» como es el de su “dimensión eclesial” y “de encuentro personal con Cristo”.
En este sentido la Constitución Gaudium et spes enseña que “el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio y permanece con ellos”.
Por su parte el magisterio de Juan Pablo II subraya que por el sacramento del matrimonio los esposos cristianos se configuran de tal manera con el misterio de la unión de Cristo-Iglesia, que su “matrimonio se convierte en símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Jesucristo”.
Es un símbolo y signo eficaz que comporta la donación del «Espíritu que (...) renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó».
«La realidad natural del matrimonio se convierte, por voluntad de Cristo, en verdadero y propio sacramento de la Nueva Alianza, marcado por el sello de la sangre redentora de Cristo». Es así como la «perenne unidad de los dos», constituida desde "el principio" entre el hombre y la mujer», se introduce en el «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia de que habla la Carta a los Efesios.
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En Trento y, por lo general en la teología, se opera con una noción de sacramento centrada muy especialmente en la perspectiva de la eficacia y la causalidad eficiente: sacramento que produce la gracia.
Desde el Concilio Vaticano II, en cambio más que sobre la causalidad, el acento se pone en otro de los aspectos relacionados con el uso bíblico y patrístico: el de signo e instrumento de comunión y encuentro con Cristo y con la Iglesia. Por el sacramento los esposos cristianos quedan insertados de una manera tan real y verdadera en el misterio y alianza de amor entre Cristo y la Iglesia que el Señor se sirve de ellos, «en cuanto esposos», como de instrumentos vivos para llevar a cabo su designio de salvación.
El marco de la historia de la salvación contribuye a resaltar la riqueza de la alianza matrimonial, que implica, entre otras cosas, no sólo el encuentro con Cristo de cada uno de los esposos, sino de «los dos» en cuanto esposos con Él. Su recíproca relación, asumida en la alianza Cristo-Iglesia, se transforma ontológicamente de tal manera que, como tales esposos, vienen a constituir una comunión-comunidad entre sí y con Cristo. En modo alguno pueden ser considerados como sujetos extrínsecos de la alianza realizada.
De todos modos, es evidente que una y otra perspectiva, en la consideración de la sacramentalidad del matrimonio, son complementarias.

En la primera, la acción divina se considera en cuanto destinada a sanar, potenciar y elevar el amor de los esposos, a concederles los auxilios espirituales necesarios. En la segunda, sin excluir nada de esto, se parte sobre todo de la consideración de Cristo que sale al encuentro de los esposos para asumir el amor conyugal en el amor esponsal de Cristo por la Iglesia. Lo que se realiza por virtud de la encarnación y del misterio pascual, la nueva y eterna alianza, la alianza de comunión y salvación para todos. 

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