LA MUTUA SANTIFICACIÓN DE LOS ESPOSOS

¿Ayuda el matrimonio a la santificación de los cónyuges? ¿La gracia del sacramento incide en este aspecto? A esto nos vamos a dedicar en la clase de hoy.

Cada uno de los sacramentos hace que la santidad de Cristo llegue hasta el hombre, es decir, lo penetra con toda la fuerza que tiene la santidad.



En el matrimonio, la santificación sacramental los alcanza, precisamente en cuanto esposos, como marido y mujer.

Entonces el efecto del sacramento es que la vida conyugal esté elevada a una dimensión de santidad real.

"El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive".

El matrimonio es fuente y medio original de la santificación de los esposos, por eso es «como sacramento de la mutua santificación».

Lo que quiere decir fundamentalmente que: a) el sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que ha recibido en el bautismo; b) a la esencia de esa santificación pertenece ser, al mismo tiempo, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de toda la familia.

En la tarea de la propia y personal santificación, el marido y la mujer han de tener siempre presente su condición de esposos y, por eso, al otro cónyuge y a la familia.

Por el pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer no son ya dos, sino una sola carne.

En virtud de esa relación recíproca, vienen a ser en un cierto sentido un solo sujeto. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal, por el que constituyen, una unidad de tal naturaleza, que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa.

La consecuencia es que las mutuas relaciones entre los esposos reflejan la verdad esencial del matrimonio -y, consiguientemente, los esposos viven su matrimonio de acuerdo con su vocación cristiana-, tan sólo si brotan de la común relación con Cristo y adoptan la modalidad del amor nupcial con el que Cristo se donó y ama a la Iglesia.

En general, hay que decirlo, esta vinculación con la unión de Cristo con la Iglesia habitualmente no está presente, por eso hay que recordarla.

La peculiaridad de su participación en el misterio del amor de Cristo es la razón de que la manera de relacionarse los esposos sea materia y motivo de santidad; y también, de que la reciprocidad sea componente esencial de esas relaciones. Por el matrimonio, los casados se convierten «como en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio como en la unión, en virtud de la cual, vienen a ser una sola carne».

Es claro que los esposos, después de la unión matrimonial, siguen permaneciendo como sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo, ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella misma en virtud de su unión con Cristo. Esta significación es intrínseca a la realidad matrimonial y los esposos no pueden destruirla.

Ahora bien, «el amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente su santificación: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla (Ef 5, 25-26)». Por eso, dado que el sacramento del matrimonio hace partícipes a los esposos de ese mismo amor de Cristo y los convierte realmente en sus signos y testigos permanentes, el amor y las relaciones mutuas de los esposos son en sí santas y santificadoras; pero únicamente lo son si expresan y reflejan el carácter y condición nupcial.

Si esta condición faltara tampoco llevaría a la santidad, porque ni siquiera se podría hablar de amor conyugal auténtico. La santificación del otro cónyuge -el cuidado por su santificación-, desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, es, por tanto, una exigencia interior del mismo amor matrimonial y, consiguientemente, forma parte de la propia y personal santificación.

En el plano existencial, la tarea de los esposos consiste en advertir el carácter sagrado y santo de su alianza conyugal, y modelar el existir común de sus vidas sobre la base y como una prolongación de esa realidad participada. Algo que tan sólo es dado hacer con el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y humanas, en un contexto de amor a la Cruz, condición indispensable para el seguimiento de Cristo.

La alianza conyugal, en sí misma santa, es entonces santificada subjetivamente por los esposos a la vez que es fuente de su propia santificación. No podemos olvidarnos del principio fundamental: el matrimonio nació en el altar, se nutre del altar, de la bendición que recibieron en su momento, de la Eucaristía -si es el caso- que recibieron en ese momento.

De esta manera, además, sirve para santificar a los demás, porque gracias al testimonio visible de su fidelidad, se convierten, ante los otros matrimonios y los demás hombres, en signos vivos y visibles del valor santificante y profundamente liberador del matrimonio. El matrimonio es el sacramento que llama de modo explícito, a un hombre y a una mujer determinados, a dar testimonio abierto del amor nupcial y procreador.

Por eso, según Efesios 5, la entera existencia de los esposos cristianos debe configurarse continuamente como una comunión de vida y amor, a imagen de la comunión Cristo-Iglesia. La transformación ontológica, la nueva creatura que los esposos cristianos han venido a ser por el bautismo, a partir del sacramento del matrimonio ha de vivirse como una «unidad de dos».

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