EL MATRIMONIO, REALIDAD ECLESIAL Y SOCIAL
Como sacramento el matrimonio ha sido confiado a la Iglesia. En efecto, lo ha recibido de Cristo con el encargo «custodiar» cuanto se refiere a los sacramentos.
Pero el matrimonio es a la vez una institución a la que está ligada la sociedad.
Bajo este aspecto es una realidad de la que no puede desentenderse la autoridad civil.
Por ese motivo hay una serie de cuestiones de gran importancia para el matrimonio en torno a la naturaleza y ámbito de una y otra potestad -la de Iglesia y la del Estado-, y también sobre la relación que debe darse entre ellas, en este aspecto. Vamos a abordar en esta clase la potestad de la Iglesia y después la del Estado o autoridad civil.
Naturaleza y ámbito de la potestad de la Iglesia sobre el matrimonio.
La cuestión de la potestad de la Iglesia sobre el matrimonio está conectada con la de su sacralidad y sacramentalidad. Es así como se ha tratado siempre a lo largo de la historia. Paralelamente a la comprensión del misterio del matrimonio y a la necesidad de proteger su dignidad, se van sucediendo en el tiempo las actuaciones de la Iglesia en las cuestiones matrimoniales. También las declaraciones que el matrimonio es un ámbito sobre el que ella tiene potestad.
La Iglesia ha ejercido y ha proclamado que ejerce esa potestad. Al hacerlo no interfiere para nada en los ámbitos y competencias que no le son propios.
Por otra parte, esa potestad, si bien con fundamentos y características diferentes, se extiende tanto al matrimonio de los bautizados como al de los que no lo son. No siempre se entiende esto, si, en principio, la potestad se fundamenta en la sacralidad y sacramentalidad.
Lo primero que hay que decir es que el matrimonio es de derecho natural; fue creado junto con el hombre en el momento de la creación, como vimos. Bien, el Catecismo de la Iglesia dice que la autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia, exigida por el Creador, es necesaria para la salvación.
Con el nombre de Iglesia no se entiende aquí la comunidad de los bautizados sino a la Jerarquía Eclesiástica.
La Iglesia tiene esa potestad como propia. No la ha recibido por delegación de la sociedad o de la autoridad civil, sino directamente de Cristo. Está comprendida en las palabras del Señor: «apacienta mis ovejas», y «Yo te dará las llaves del Reino de los cielos: todo lo que atares sobre la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en los cielos». La Iglesia ata en la tierra cuando sus fieles expresan el consentimiento delante del ministro.
Es una potestad vicaria porque proviene de Jesús. La Iglesia desempeña esa potestad en nombre de Cristo. No es una potestad meramente humana. Se puede decir por eso que es una potestad exclusiva: para el ámbito sacramental sólo la Iglesia posee potestad.
Otras instancias, v.g., la sociedad, el poder civil, carecen de ella. Como continuadora de la misión de Cristo, la Iglesia ha recibido el encargo de:
a) conservar y transmitir con fidelidad la doctrina del sacramento del matrimonio;
b) juzgar y valorar las diferentes culturas y realizaciones históricas del matrimonio, v.g., en lo referente al consentimiento, etc., en orden a constatar su validez para realizar designio de Dios;
c) proveer las disposiciones pertinentes -litúrgica-canónicas- sobre la validez y fructuosidad del matrimonio; etc.
Si se compara con los demás sacramentos cabe afirmar que la potestad la Iglesia tiene aquí un alcance mayor, dado que el matrimonio existe ya desde el «principio». Sin embargo, no tiene potestad alguna para modificar lo que constituye la «sustancia» del matrimonio, es decir, aquellos elementos que ha establecido el mismo Señor.
Como hemos visto, en los primos siglos (I-IV) la Iglesia acepta las legislaciones civiles sobre el matrimonio. Es decir, acepta, y con ello canoniza esas normas. Pero poco a poco va constituyendo su propia legislación matrimonial: establece impedimentos, emite decretos, tiene sus propios tribunales.
En el siglo X pasa definitivamente a la Iglesia la jurisdicción sobre el matrimonio. La Iglesia considera que tiene esa potestad como propia, con independencia del poder civil e, incluso, en contra de sus pretensiones.
Con motivo de las doctrinas protestantes que defienden que la jurisdicción sobre las causas matrimoniales es, por voluntad divina, competencia de la autoridad civil, y a causa de las tesis galicanas y josefinistas sobre el poder propio y originario de los príncipes y autoridades civiles para establecer impedimentos, determinar las condiciones de validez de los matrimonios y juzgar las causas matrimoniales, la Iglesia ha proclamado que esta potestad le pertenece de una manera propia y exclusiva.
En este sentido es significativo el magisterio de los Papas a partir del siglo XIX.
De la legislación vigente (cf. CIC 1671) ha desaparecido la palabra «exclusiva» para referirse a la potestad de la Iglesia, que, sin embargo, sigue teniendo esa calificación -aun cuando no se recoja en el cuerpo legal- en lo que hace referencia al sacramento. Lo que se reconoce al Estado es la posibilidad de actuar en la separación personal de los cónyuges cuando la decisión eclesiástica no produzca efectos civiles o la causa se refiere a los efectos meramente civiles del matrimonio.
La Iglesia tiene potestad para establecer impedimentos.
Con el nombre de impedimentos se describe a ese “conjunto de figuras tipificadas en la disciplina de la Iglesia que inhabilitan a la persona para contraer válidamente matrimonio”.
A veces se trata de una verdadera y propia incapacidad (v.g., en la impotencia); otras veces, en cambio, es sólo una prohibición legal o falta de legitimación (v.g., en la disparidad de cultos). De todos modos, lo verdaderamente decisivo es que el matrimonio así contraído es nulo.
Por eso la Iglesia, ya desde los primeros siglos da disposiciones sobre los impedimentos matrimoniales, a veces estableciendo algunos, otras veces dispensando de ellos, etc. Pero es en el Concilio de Trento, con ocasión de las tesis protestantes, donde se declara solemnemente que la potestad de la Iglesia sobre los impedimentos se extiende a: interpretarlos; establecerlos; ampliarlos, o restringirlos. Se dice, además, que la Iglesia no ha errado cuando ha procedido de esa manera en el pasado.
Pero determinar la naturaleza y ámbito de la potestad de la Iglesia en relación con los impedimentos matrimoniales exige distinguir entre los impedimentos de derecho divino y los de derecho humano o eclesiástico.
Sobre los primeros, que proceden de Dios y, por tanto, son inmutables, la Iglesia sólo tiene potestad para declararlos o interpretarlos autoritativamente y con autenticidad. Esa potestad, por otra parte, corresponde exclusivamente a la autoridad suprema, es decir al Papa y al Concilio Ecuménico.
Sobre los impedimentos de derecho humano la Iglesia tienen poder para establecerlos, suprimirlos, ampliarlos y dispensarlos. Esa potestad, sin embargo, ha de ejercerse con causa justa; si se trata de establecerlos, deben tener un carácter excepcional y han de interpretarse en sentido estricto. Se debe a que son limitaciones al derecho fundamental a casarse que tiene el ser humano.
La Iglesia tiene potestad para juzgar las causas matrimoniales.
La potestad de la Iglesia sobre el matrimonio de los bautizados se extiende también al vínculo conyugal. Con el poder vicario recibido de Cristo puede declarar nulo y disolver el matrimonio en algunos casos.
El argumento teológico más fuerte en favor de esta potestad es la práctica de la Iglesia. Porque si no hubiera gozado de esa potestad, habría errado gravemente en materia de fe y costumbres al juzgar, como ha hecho, las causas matrimoniales. Y en estas cuestiones -las de fe y costumbres- la Iglesia no puede errar. La Iglesia además ha proclamado de maneras diversas que tiene esta potestad.
A propósito de cuestiones determinadas y otras veces de manera general, el Magisterio de la Iglesia ha reclamado, frente a las alegaciones del poder civil, que ese poder le corresponde por derecho propio.
Por tratarse de una potestad vicaria ha de ejercerse siempre en nombre de Cristo y dentro del ámbito para el que ha sido confiada. Por eso siempre es necesario que haya una causa justa; no es una potestad arbitraria. Es así como la Iglesia ha actuado cuando ha ejercido esa potestad, y ese es también el tratamiento doctrinal que ha tenido siempre esta cuestión.
Como Vicario de Cristo, el Papa tiene también potestad sobre matrimonio de los no bautizados. De tal manera que puede llegar a disolver esos matrimonios en algunos casos. Aquí señalamos que el ejercicio de esa potestad ha dado lugar a los llamados «privilegio paulino» y «privilegio en favor de la fe» y que, cualquiera que sea la explicación que se dé a la praxis de la Iglesia en la aplicación de esos privilegios, es unánime la afirmación de que la Iglesia goza de potestad para disolver esos matrimonios.
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