LA POTESTAD DEL ESTADO SOBRE EL MATRIMONIO
La cuestión de la naturaleza y ámbito de la potestad de la autoridad civil sobre el matrimonio se plantea tanto para el caso del matrimonio de los bautizados como para el de los que no lo son, si bien comporta, evidentemente, connotaciones diferentes. Y surge, en última instancia, por la índole humano-social del matrimonio, sea o no sacramental.
Como institución social, el matrimonio necesita del marco jurídico que, por una parte, regule las mutuas relaciones existentes entre el matrimonio y la sociedad y, por otra, garantice, entre otras cosas, la estabilidad de la institución matrimonial.
La necesidad de ese marco jurídico para la celebración del matrimonio, que tiene efectos decisivos no sólo para los que se casan sino para toda la sociedad, se hace especialmente patente cuando surgen conflictos graves que llevan a los esposos a pedir la separación o la disolución del matrimonio. La autoridad civil no puede desentenderse de una institución a la que está ligada el desarrollo y «humanización» de la sociedad.
A lo largo de la historia esa regulación se ha llevado a cabo de distintas maneras: por medio del matrimonio canónico y del matrimonio civil. El matrimonio canónico es el celebrado según la «forma canónica», es decir, ante un representante de la Iglesia y de acuerdo con el ordenamiento canónico. El matrimonio civil es el celebrado según la «forma civil»: ante un funcionario del Estado y de acuerdo» con la legislación civil por lo que respecta a su institución, forma e impedimentos.
Hoy nadie pone en duda la legitimidad del llamado matrimonio civil. (Otra cosa es que esa clase de matrimonio deba imponerse a todos como obligatorio; o que cuando los bautizados se unen de esa manera, excluyendo el matrimonio canónico, esa forma de proceder no sea absolutamente inmoral y carezca de valor ante Dios y ante la Iglesia). Se fundamenta en la naturaleza y dignidad de la persona, en la índole social del matrimonio y en las exigencias del bien común.
Por una parte, es claro que se ha de respetar la libertad de conciencia de cada persona que desee proceder conforme a sus convicciones personales, aunque a veces esté equivocada: «El derecho a la libertad religiosa no se funda en una disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por eso el derecho a esta inmunidad permanece también en quienes no cumplen con la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella; y no puede impedirse su ejercicio con tal de que se respete el justo orden público».
En virtud del derecho inalienable a actuar conforme a su conciencia, todo miembro de la sociedad puede acudir al matrimonio civil. Por otro lado, a la autoridad civil le corresponde el deber-derecho de proporcionar la regulación adecuada para que aquel derecho de los que componen la sociedad pueda realizarse de acuerdo con los postulados del bien común.
El Estado, sea o no confesional, debe reconocer el hecho religioso. Profesar la religión es un derecho fundamental de las personas. Tan sólo la observancia del justo orden público es el límite que debe haber para el respeto al derecho fundamental a proceder conforme a la convicción religiosa personal. Precisamente por eso la legislación civil debe ser respetuosa con el ordenamiento canónico y, en consecuencia, el llamado sistema de matrimonio civil obligatorio es una injerencia del poder civil que desconoce la potestad de la Iglesia en este campo. (Cosa muy distinta es la de si el matrimonio civil es una opción válida para los bautizados, al menos los no creyentes).
Una vez dicho esto, es necesario una ulterior precisión, distinguiendo entre el matrimonio de los bautizados y el de los que no lo son. Lo que ahora interesa, sin embargo, es tratar de la potestad del Estado en relación con el matrimonio de los bautizados.
La disciplina vigente de la Iglesia reconoce que el Estado tiene potestad sobre determinadas causas matrimoniales.
Goza de potestad sobre los efectos meramente civiles del matrimonio de los bautizados. Como tales se consideran aquellos efectos temporales separables de lo que constituye la esencia del matrimonio y que, por tanto, varían según los tiempos y lugares, v.g., lo relativo a la dote, administración de bienes, etc.
Sobre estos efectos, en principio, corresponde al Estado intervenir y legislar, a no ser que el derecho particular prevea otra cosa, y con tal de que las causas sobre estos ef
ectos se planteen de manera accidental y accesoria.
“El matrimonio de los católicos, aunque sea católico uno solo de los contrayentes, se rige no sólo por el derecho divino, sino también por el canónico, sin perjuicio de la competencia o de la potestad civil sobre los efectos meramente civiles del mismo matrimonio”.
Diferente es la competencia del Estado y la autoridad civil en el matrimonio de los no bautizados. Aunque se trata de una realidad sagrada, el Estado puede y debe regular cuanto se refiere a la institución matrimonial, v.g., juzgar las causas matrimoniales, establecer impedimentos... Así lo exige el bien común. Esta es la opinión hoy común entre los teólogos y canonistas.
Es, además, la doctrina que subyace en la praxis de la Iglesia, que «autoriza a los misioneros a considerar nulos los matrimonios paganos contraídos sin los requisitos legales civiles». Estas últimas palabras son de un teólogo francés. No se trata de un texto legal sino de doctrina.
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