La primera expansión del cristianismo

Durante la segunda mitad del siglo I se produce la expansión misionera de la Iglesia. Aunque en el Nuevo Testamento quedan recogidas noticias que hacen referencia fundamentalmente a las comunidades de Jerusalén, Antioquía, Roma y a las fundadas o relacionadas con Pablo, surgieron –seguramente también muy pronto– comunidades cristianas vinculados a la diáspora judía en otros lugares del Imperio (Egipto, Libia, Hispania, Mesopotamia, etc.).

Allí donde había judíos, acudían los cristianos anunciando a Jesús como el Mesías, en quien se habían cumplido las Escrituras.

La hospitalidad era una virtud que se vivía en el pueblo de Israel, por eso los cristianos-judíos, se relacionaban con los judíos del “mundo conocido”, es decir, del Mediterráneo.

En la mayor parte de los casos, predicaban el Evangelio en la lengua franca de la época[1], que era el griego, utilizando la traducción griega o versión de los LXX. A la vez que, a los judíos, extendían su predicación a todos aquellos prosélitos de los judíos o gentiles, que quisieran escucharle.

A los ojos de las autoridades del Imperio los cristianos no eran un grupo diferente del judaísmo durante los primeros años de expansión misionera. Vivían al amparo de los privilegios que gozaban los judíos como miembros de una religión lícita. Con todo, para muchos del mundo pagano, la religión de los descendientes de Abrahán era merecedora de rechazo e incluso desprecio.

La razón era que no veían con buenos ojos que los judíos considerasen a su Dios como el único verdadero ni que tuvieran una actitud tan negativa hacia los que no compartían sus creencias.

A ello se unían las envidias por el estatus peculiar de que gozaban. Sin embargo, debido a razones históricas, las autoridades romanas no solo admitían la existencia de Israel como una nación y permitían a los miembros de ese pueblo practicar su religión, sino que les había concedido varios privilegios: se les respetaba el sábado como día de descanso, quedaban exentos del culto al emperador y a los dioses oficiales; les estaba permitido, y exigido, pagar el didracma, un impuesto para el templo de Jerusalén[2].

Tan solo a raíz de la persecución de Nerón en el año 64 las autoridades imperiales empiezan a considerar a los cristianos como miembros de un grupo desestabilizador, diferenciado de alguna manera de los judíos[3]. Aun así, es posible que esta percepción de la religión cristiana fuera solo temporal o propia de Roma y de sus alrededores, nada más.


A pesar de todo, a medida que las comunidades cristianas se ven acrecentadas por personas no judías, empiezan a carecer del estatus judaico y no se les permiten las excepciones o los “privilegios” de que gozaba el pueblo hebreo.

Hacia finales del siglo I, la posición de los cristianos, como un grupo diferenciado también a los ojos de las autoridades, es ya una realidad.

-La presencia cristiana llegó muy pronto a varios lugares del Imperio. Uno de ellos fue la península de Anatolia (Asia Menor – actual Turquía), y en concreto Éfeso, la capital de la provincia romana denominada Asia. Es posible que los judíos procedentes de esa región que estaban presentes el día de Pentecostés en Jerusalén llevaran a su lugar de origen la nueva fe (Hch 2, 9: Partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia…).

Lo cierto es que hacia los años 50, cuando san Pablo llegó a Éfeso encontró allí algunos seguidores de Cristo (Hch 19, 1: …llegó a Éfeso. Encontró algunos discípulos). De todas formas, hasta que Pablo no pasara en Éfeso tres años predicando el Evangelio, no parece que existieran comunidades cristianas propiamente constituidas.

En cualquier caso, durante la segunda mitad del siglo I, la Iglesia crece en toda esa región y surgen comunidades vinculadas a la actividad misionera de san Pablo y quizá de otros apóstoles.

La Primera Carta de san Pedro muestra la difusión del cristianismo en regiones del norte del Asia Menor (Ponto, Bitinia[4]), que no consta que hubieran sido evangelizadas por san Pablo.

Fuentes cristianas y no cristianas (como la carta de Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, al emperador Trajano hacia el año 111, en la que explica su actuación con los cristianos) confirman que, para finales del siglo I y principios del II, el cristianismo se había extendido por toda aquella zona.

En todo este tiempo, especialmente desde el último cuarto del siglo I, la Iglesia se ve obligada a dar respuesta a los problemas que se derivaban de las circunstancias políticas y sociales en que vivían los cristianos.

Por una parte, van desapareciendo aquellos apóstoles, testigos de Jesús, que estaban al frente de la Iglesia. Como consecuencia, era preciso encontrar los medios para que no se desvirtuara o malinterpretara el mensaje de Jesús y sobre Jesús, el Evangelio.

El mismo transcurrir del tiempo va forzando una reflexión cada vez mayor en algunos puntos doctrinales de especial importancia.

Así, por ejemplo, ante las interpretaciones de algunos que pensaban que la parusía -el juicio final- sería inminente, se hacía necesario precisar la doctrina de Jesús al respecto: la necesidad de la vigilancia, pues no se sabe cuándo ocurrirá.

Y frente a los que negaban que Cristo fuera a venir por segunda vez, se debía establecer la certeza y el fundamento de esta verdad, y, como subraya el Evangelio de Juan, hacía falta experimentar la salvación en Cristo en el momento presente.

Por otra parte, dentro de las mismas comunidades cristianas se da una diversidad de tendencias que ponían en peligro su unidad, por ejemplo, la mayor o menor vinculación a la Ley de Moisés.

Las influencias de la sabiduría judeo-helenista o, como se deduce de las cartas de Juan, algunos errores cristológicos, como veremos, hacían necesario reafirmar esta unidad que antes estaba apoyada sobre los apóstoles testigos, y salir al paso de las doctrinas que no fueran concordes con la tradición originaria.

En este tiempo, que algunos han llamado “época subapostólica”, caracterizada por ser un momento de transición o discernimiento, los apóstoles y sus colaboradores fueron guiando la Iglesia mediante la predicación de la Palabra y mediante escritos que servían para fortalecer la fe de los creyentes, clarificar los puntos de carácter doctrinal que se planteaban en las distintas comunidades[5].

Aquí es donde se enmarcan los escritos de Juan, dentro de este contexto.


[1] Lengua franca es un idioma adoptado de forma tácita para un entendimiento común entre personas que no tienen la misma lengua materna. La aceptación puede deberse a mutuo acuerdo o a cuestiones políticas, económicas, etc. Es importante distinguir la expresión lengua franca de la de lengua oficial, frecuentemente hablada por acuerdo o conveniencia más que por imposición legal.

[2] Los romanos cuando conquistaban un pueblo pactaban un modo de convivencia con la nación dominada. Por tanto, el trato con los judíos no debía llamar la atención; quizá molestasen los privilegios de los que gozaban.

[3] Se dice que los judíos fueron los que influenciaron sobre Nerón para acusar a los cristianos, a través de su mujer Popea, conversa al judaísmo. De ser así, se distinguieron unos de otros, o empezaron a distinguirse.

[4] 1 Pe 1, 1: Pedro, apóstol de Jesucristo, a los que peregrinan en la diáspora del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia…

[5] El idioma que hablaban los apóstoles y sus sucesores sería el griego antiguo, también llamado koiné, o el arameo. Sobre este último es difícil saber qué grado de pureza tenía porque el arameo era una familia de lenguas en la que cabían muchísimas variantes.

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