LA VIDA DE SAN JUAN - PALESTINA

Toda obra refleja a su autor, en especial cuando se trata de un escrito, por donde discurre la expresión de los pensamientos del autor. De ahí la importancia de conocer su vida y su época para comprender bien su obra. Respecto a la época, ya lo hemos visto, ahora nos queda ver su biografía.

Las noticias más valiosas que tenemos sobre San Juan provie­nen, sobre todo, de los Sinópticos -aunque también el IV° Evangelio nos brinda información sobre la persona del autor-, los Hechos de los apóstoles y la carta a los Gálatas.

Podemos dividir su biografía en dos grandes bloques, uno que se desarrolla en Palestina, primero en vida de Cristo y luego cuando Jesús muere. 

El segundo bloque comprende el periodo en que Juan ha dejado su tierra y desarrolla su apostola­do en el Asia Menor.

Su vida en Palestina.

El nombre de Juan es típicamente hebreo, Yohanan, aunque en el Antiguo Testamento se haya usado pocas veces -16-, casi siempre referido a la familia de los Macabeos. En el Nuevo Testamento se usa mucho más, noventa y ocho veces.

Su significado es: “Yahveh da su favor, su gracia o su misericordia”; “Yahveh es benigno” o “Yahveh es misericordioso”. Wikipedia incluye otra acepción: “el fiel a Dios”.

San Juan era hijo de Zebedeo, pes­cador de oficio y patrón de otros pescadores. Así lo encontró Jesús, y así lo cuentan los sinópticos en dos textos casi idénticos:

-Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes; y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él (Mc 1, 19-20).

Cuando Jesús le llama está remendando las redes junto con su her­mano Santiago, el Mayor. Al oír la invitación a seguirle que Jesús les hace, no lo dudan ni un momento y dejando a su padre se fueron con El.

-Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron (Mt 4, 21).

Por su parte, el IV Evangelio nos hace referencia al primer encuentro de Juan con Jesús, supuesto que sea el discí­pulo inno­mi­nado de ese relato, ocurrido tiempo antes, cuando estaba con el Bautista en Betania “más allá del Jordán”[1], y éste señala a Cristo como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Junto con Andrés se va tras del joven Rabí de Nazaret, quien al oír sus pisadas se vuelve para preguntarles qué deseaban. ¿Dónde moras? le dijeron. Venid y veréis, respondió Jesús. Fueron y vieron dónde vivía, y permanecieron aquel día con él. Era alrededor de la hora décima.

Momento inolvidable para el evangelista, cuando de­clinaba el día y el atardecer se llenó de arreboles[2], mientras el silencio avanzaba hasta dejarse oír. Es lógico que, después de muchos años, recordara que era hacia las cuatro de la tarde –aproximadamente- la primera vez que estuvo cerca de Jesús y escuchó sus palabras. Lo que ocu­rrió entonces cambió el rumbo de su vida.

Su condición de discípulo del Bautista, antes de serlo de Cristo, nos pone de manifiesto la profunda fe judía. Según el profeta Isaías, en su canto de la Consolación, el Mesías aparecería en el desierto para guiar a su pueblo, lo mismo que lo hiciera Moisés. Por eso muchos iban a ese lugar llamado Betabara y situado cerca de la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, precisamente a la zona del camino a Jericó, por donde, desde los montes Moab, entraron los israelitas a la Tierra Prometida.

Por aquellos parajes estaban los esenios de Qumram, como vimos, unos monjes del desierto que vivían en cuevas de los acantilados de cara a las aguas del Mar Muerto. Allí residían dedicados a la oración y al estudio de las Escrituras.

Cuando la décima legión romana, poco antes del año setenta, bajaba de Cesárea del Mar hacia Jerusalén para sitiarla, fueron limpiando de insurrectos toda la zona del desierto de Judá. Los monjes esenios, temerosos del asalto romano, huyeron a las montañas y se llevaron consigo sus pergaminos y papiros. Al final los escondieron en las cuevas de aquellos acantilados y riscos, de tal modo que hasta el año 1947 permanecieron prácticamente escondidos.

Hoy se pueden visitar las instalaciones en ruinas de su monasterio a orillas del Mar Muerto, así como algunas de las famosas cuevas.

Es posible que antes de salir a cumplir su misión de Precursor del Mesías, Juan Bautista vivie­ra con los “monjes del desierto”. De hecho, el evangelista Lucas refiere que el hijo de Zacarías moraba en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel. Eso explicaría a su vez, que el IV Evangelio tenga algunos contactos literarios, más semánticos que conceptuales, con los escritos de Qumram, como vimos más arriba.

Salo­mé, su madre, era una de las mu­jeres que seguían a Jesús y que al fi­nal son tes­tigos de la muerte, sepul­tura y resurrección del Señor: Había también unas mujeres mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de José, y Salomé (Mc 15, 40); entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo (Mt 27, 56).

Estos textos no dicen expresamente que Salomé era la madre de Juan, sino que era una de las mujeres que seguían y atendían a Jesús, y que la mujer de Zebedeo atendía a Jesús y estaba con Él. Es decir, que se deduce de la lectura de los dos textos.

En cierta ocasión se atrevió a pedir al Maestro los primeros puestos del Reino para sus dos hijos, Santiago y Juan.

El que Juan fuera co­no­cido del Sumo Sa­cer­dote [3], así como su conocimiento de las fies­tas de la liturgia judía, descritas como marco de la revelación de Cristo, dieron pie a una tradi­ción que es­tima que Juan per­tenecía a una familia sacerdotal. Sería simi­lar a la fa­milia del Bautis­ta, cuyo padre Zaca­rías subía al tem­plo, cuando tocaba su turno –el turno o clase de Abías, dice Lucas-, para ofi­ciar en el culto del Tem­plo.

El temperamento de Juan.

A través de diferentes datos podemos imaginar a Juan como un hom­bre impetuoso y apasionado, celoso e impulsivo. Le parece mal que otros echen demonios en nombre de su Maestro: Juan le dijo: Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros;

Está dispuesto a invocar fuego del cielo para arrasar a los samaritanos que les han impedido el paso por su ciudad: pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma? 

Jesús les pone el sobrenombre de Boanerges, “hijos del trueno”. Es una expresión típica del lenguaje hebreo o arameo. Un modo de expresar un adjetivo calificativo, y así, “hijo de la ira” significa iracundo. En nuestro caso literalmente significa “atronadores”. La razón de este cariñoso apodo está en el carácter impetuoso de los hijos del Zebedeo, jóvenes apasionados, vehementes y atrevidos. 

Da la im­presión de que estamos ante un carácter pri­mario, muy distinto del que parece entreverse en el autor del IV Evangelio, sere­no y elevado. Esto ha llevado a ciertos exé­getas a negar que el hijo de Zebedeo pueda ser el “discípulo amado”.

Sin embargo, no parece un argumento irrefutable si tenemos en cuenta que el evangelio, según la tradición, lo escribió Juan al final de su vida, cuando es de suponer que su carácter ha ma­durado alcanzando esa perspectiva y profundidad que se deriva no sólo de los años, sino del crecimiento en santidad que lógica­mente podemos imagi­nar.

También los Sinópticos nos refieren que, junto con Pedro y Santiago, es testigo de la resurrección de la hija de Jairo, así como de la transfiguración del Señor y de la oración en el huerto de Getsemaní. Pertenecía, por tanto, al grupo de los predi­lectos de Jesús. Ello concuerda, en cierta manera, con el hecho de que en la Última Cena apoye su cabeza en el pecho del Maestro.

También hace verosímil que sea el único que está cerca de la cruz en el Calva­rio y que reciba el encargo de cuidar a la Madre de Jesús –así la llama siempre-, a la que Juan presenta en Caná como la que origi­na el pri­mer signo y despierta la fe de los discípulos.

La presentó en Caná y la recibió en el Calvario. Estas son las dos veces en que la Virgen aparece en el evangelio de Juan.

En los relatos de la resurrección también juega nuestro ha­giógrafo un papel importante. Es el primero en llegar al sepulcro y com­probar que estaba vacío, luego tras de Pedro entró y al ver como habían quedado los lienzos que envolvían el cuerpo y la ca­beza de Cristo, comprendió lo que había ocurrido y creyó que Je­sús había resucitado.

En el relato de la pesca milagrosa en el lago de Genesaret, es el primero en darse cuenta de que era Jesús el que les hablaba desde la orilla y dice gozoso a los de­más que es el Señor, a lo que Pedro reacciona echándose al agua: El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor, se puso el vestido -pues estaba desnudo- y se lanzó al mar.

También en los primeros momentos de la vida de la Iglesia, aparece Juan en lugar destacado y siempre cerca de Pedro. Así ocurre cuando van al Templo y es curado el paralítico de nacimi­ento. Hacia las tres de la tarde acuden a orar, porque ellos seguían participando de la liturgia judía. Y así será hasta que los expulsen de las sinagogas. En aquella ocasión un tullido estaba en la puerta Hermosa, lugar de tránsito del atrio de las mujeres hacia el de los israelitas. Después de ser curado, dio un salto, se puso a caminar junto a los apóstoles y entró con ellos en el Templo, dando gracias y alabando al Señor.

Como consecuencia de esta curación del tullido las autoridades se alteraron y los hicieron comparecer ante el Sanedrín. Por fin los pusieron en libertad, al mismo tiempo que los conminaron a no seguir hablando de Jesús.

 Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

San Pablo, al referir su visita a Jerusalén hacia el año 49, para entrevis­tarse con los que ha­cían cabeza en la Iglesia, nombra entre los que son sus columnas a Juan, junto con Pedro y San­tiago, el hermano del Señor: y reconociendo la gracia que me había sido concedida, Santiago, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos tendieron la mano en señal de comunión a mí y a Bernabé: nosotros nos iríamos a los gentiles y ellos  a los circuncisos.

Esta cita, considerada en su con­texto, nos permite afirmar que Juan estaba en Jerusalén cuando se reúnen todos para delibe­rar en lo que se ha llamado el primer Con­cilio.


[1] Hay dos Betania, la localidad que está en la ladera del Monte de los Olivos, donde tenían su casa Lázaro, Marta y María, y Betania, “más allá del Jordán”, al este del Jordán, donde bautizaba san Juan.

[2] Color rojo de las nubes cuando el sol las ilumina, al atardecer.

[3] Cf. Luis de la Palma, La Pasión del Señor: “También siguió al Señor otro discípulo; quizá fuese Juan, o quizá algún ciudadano de Jerusalén de los que seguían su doctrina, y que, por ser un hombre de importancia, tenía cierta amistad con el pontífice”.

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